Durante la época prehispánica, las nutrias, también conocidas como perro de agua, fueron una especie que abundaba en diversos territorios de México, incluso, varias regiones adoptaron el significado de la palabra nutria en lenguas indígenas para nombrar ríos y poblados como forma de reconocimiento o tributo. No obstante, en otras zonas, como en la laguna de Coacalco del Valle de México, se practicaba la caza de estos animales, posiblemente para usar sus finas pieles como abrigo.[1]
Con la llegada de los conquistadores españoles y la instauración de la colonia, el mercado de pieles de nutria se intensificó para satisfacer la demanda de un mercado integrado por la Nueva España, Europa y Asia. La caza de nutrias se realizaba en las regiones costeras del territorio novohispano para que luego las pieles, utilizadas para la elaboración de productos textiles, se trasladaran por la ruta comercial de la Nao de China.[2]
Entre los siglos XVI y XVII, la provincia de las Californias se volvió una de las plazas más concurridas para la venta de pieles de nutria y, como en toda actividad comercial, el contrabando no se hizo esperar. Tal fue el caso de la embarcación bautizada como Alexander Boston y encabezada por el capitán John Brown, que en 1803 arribó al puerto de San Diego para pedir ayuda debido a que parte de su tripulación había enfermado de escorbuto, sus víveres escaseaban y necesitaban de leña, sal y agua para preparar una bebida que los hidratara.
Derivado de esta situación, don Manuel Rodríguez, teniente encargado del puerto, les permitió establecerse en los embarcaderos y, a sabiendas de la poca guardia que había, ordenó que cuatro soldados inspeccionaran el Alexander Boston y su tripulación. Para su sorpresa, en el interior se encontraron 491 pieles de nutrias dispuestas para su venta ilegal al comercio de la peletería, las cuales, inmediatamente, fueron decomisadas y puestas bajo resguardo en un almacén. Asimismo, se ordenó que los norteamericanos fueran aprehendidos y se mantuvieran dentro del presidio hasta saber los detalles de la operación mercantil.
En los interrogatorios, John Brown declaró haber negociado las pieles con hombres de pueblos originarios y hablantes del español y apeló a su condición de extranjero para argumentar que desconocía cómo llegar al lugar en donde las había comprado. Sin embargo, las autoridades novohispanas no creyeron su versión y notificaron al cónsul norteamericano de la detención de la fragata como una caso de comercio ilegal y pidieron reforzar las medidas de seguridad con las embarcaciones extranjeras para evitar este tipo de situaciones.
Personas de la capital, como el bachiller don Antonio Prieto, dueño de una fábrica de sombreros, pidieron una licencia para hacer uso de dichas pieles, pero no obtuvieron una respuesta favorable, pues ya se había tomado la decisión de enviarlas al puerto de San Blas para ponerlas en venta en la región de Tepic. No obstante, para cuando se iban a enviar, las pieles ya se encontraban en mal estado y fueron aventadas al mar para evitar enfermedades entre los pobladores.
Si bien el negocio de la piel de nutria fue una de las principales actividades comerciales durante el virreinato y tuvo un impacto importante en términos de exportación hacia el territorio de Filipinas, la caza desmedida de esta especie terminó por hacer lo que siempre ocurre con la ambición de pieles animales: puso en peligro de extinción la diversidad de nutrias del territorio mexicano.
AGN, Instituciones Coloniales, Provincias Internas, vol. 18, exp. 1.
———-